artículo publicado en EL Diario Médico – abril de 2022
Han transcurrido más de dos años de epidemia en Uruguay y existen razonables deseos y grandes esperanzas de que finalmente la misma este llegando a su fin. Asistimos al cese de la declaración de emergencia sanitaria decretada el 13 de marzo de 2020 por el gobierno. Sin embargo, esto no significa que la epidemia esté terminada.
La terminación de los fenómenos biológicos en su interacción con el ambiente natural y social nunca puede ser decretada administrativamente. Esto es así, sin que ello signifique cuestionar la oportunidad de armonizar los instrumentos administrativos y legales y las pautas de vigilancia y control epidemiológico a una nueva realidad caracterizada por la menor letalidad de una variante viral hegemónica y por porcentajes altos de población completamente inmunizada.
MANTENER LAS MEDIDAS DE PREVENCIÓN, CONTROL Y ATENCIÓN DE LAS SECUELAS
Con 300 casos diarios, 3.000 personas cursando la enfermedad y una positividad en el entorno del 8% todavía hay muchas etapas por completar. Asimismo, nadie puede descartar que en un mundo desigualmente vacunado surjan nuevas variantes que vuelvan a significar un retroceso, lo que nos obliga a mantener las medidas de prevención y control para actuar preventivamente.
Pero entendemos que también es necesario poner el foco en las potenciales secuelas sanitarias de la epidemia conociendo y preparándose para atender en forma integral una nueva enfermedad que ha sido denominada mayoritariamente como COVID-19 persistente. Pero a la que se la conoce también como “COVID-19 prolongado”, “Síndrome COVID-19 crónico”, “Long-COVID-19” o “Síndrome COVID post-agudo”.
No solo existen diferencias en cuanto a la denominación, hay también controversias respecto de la definición, prevalencia, etiología, impactos de la enfermedad sobre el sistema de salud y sobre la existencia de factores de riesgo que permitan establecer factores predictores.
De modo provisorio, como pasa siempre en ciencia, más aún ante un virus y una enfermedad todavía muy poco conocida y plagada de incertidumbres y cosas por saber, se define COVID-19 persistente como la patología en la cual existen síntomas que continúan o se desarrollan después de la infección aguda de COVID-19 y no se explican por un diagnóstico alternativo.
Dentro de este término se incluye la infección sintomática «en curso» para referirse a quien persiste con síntomas durante 4 a 12 semanas y el síndrome post-COVID-19 cuando los síntomas duran más de 12 semanas después de producida la infección.
EL SALDO EPIDEMIOLÓGICO QUE VIENE DEJANDO LA CRISIS SANITARIA
Hasta la fecha se han producido alrededor de 900.000 casos y superado los 7.000 fallecidos. La intensidad de los contagios en un escenario de fuerte transmisión comunitaria y el número de fallecidos han sufrido importantes variaciones en el tiempo, lo que muchas veces desde una mirada global hace perder de vista el verdadero impacto de lo que realmente hemos vivido y sufrido como sociedad (figura 1).
Muchas veces la inconducente necesidad de un balance de éxito no permite aquilatar la magnitud que llegaron a alcanzar algunos indicadores de resultados que están disponibles, al alcance de quienes los quieran ver, no precisamente para responsabilizar a nadie, pero si para aprender de cara al futuro. Un futuro que en relación a la evolución y las secuelas de la COVID-19 y para enfrentar nuevos desafíos en materia de salud va a requerir de un análisis riguroso, desapasionado y honesto. Alejado de cualquier intento de sacar réditos políticos partidarios.
Cosa que hasta la fecha a costado mucho y en el que admitimos tener alguna cuota de responsabilidad por no haber sabido construir los puentes de entendimiento y consenso para alcanzar los mejores resultados posibles.
Uruguay tuvo tan solo dos olas epidémicas, comparado con Europa que tuvo seis. La primera se desarrolló en el primer semestre del 2021 a expensas de la variante Gamma (P1 que se identificó inicialmente en Manaos-Brasil) y la segunda a partir de la variante ómicron en el primer trimestre de 2022, la que parece estar entrando en su fase final al momento de escribir esta nota.
En lo que respecta a la mortalidad, la buena gestión de la epidemia permitió que el país llegara con un promedio mensual de 18 fallecidos hasta fines de diciembre de 2020. Sin embargo, cuando analizamos la mortalidad en la primera ola epidémica, en los primeros seis meses de 2021 el promedio mensual se acercó a las 1.200 muertes, con algunos meses en los que se superaron las 1.600. Uruguay estuvo durante varias semanas ostentando el triste récord de contar con la mayor mortalidad por millón de habitantes a nivel mundial.
En la salida de la primera ola en el período entre agosto y diciembre de 2021, el promedio mensual de 41 fallecidos fue como antes de la primera ola también significativamente bajo. Volvimos a pensar que todo estaba terminando. Antes de la primera ola, lo hacíamos todo bien y éramos excepcionales y antes de la segunda había pasado lo peor, no teníamos mucho que revisar y podíamos soñar que con las vacunas todo estaba resuelto.
Sin embargo, en el primer trimestre de 2022, este indicador volvió a superar los 300 fallecidos por mes (más concretamente 330) con la llegada a mediados de diciembre de 2021 de una segunda ola epidémica a partir de la variante viral ómicron que desde principios de noviembre en Sudáfrica y Europa anunciaba su inexorable llegada a nuestro país.
Tampoco en esta oportunidad tomamos cumplida nota de lo que nos volvía a decir el “diario del lunes” y no se intensifico adecuadamente el plan de vacunación garantizando el acceso masivo e inmediato a las dosis de refuerzo y faltó una comunicación pedagógica que convenciera a los que seguían resistiéndose a la vacunación y sobre la necesidad de mantener las medidas de prevención y protección a la población vulnerable. A ciencia cierta, no podemos asegurar, cuanto se podría haber reducido el impacto de ómicron en un contexto de altísima transmisibilidad.
Pero seguimos pensando que en la primera ola se hubieran evitado muertes con la aplicación de medidas no farmacológicas que incluyeran períodos breves de reducción drástica de la movilidad. No se tomó la decisión de “blindar” abril, tampoco se hizo en mayo ni en junio de 2021. Se opto erróneamente por “no detener la economía”, la que finalmente se vio igualmente afectada, se disminuyó la percepción de riesgo y no se generaron las condiciones económicas y sociales para hacer posible que la población de riesgo tuviera las oportunidades de protección que eran y son siempre una responsabilidad indelegable del Estado.
En diciembre de 2021, con menores posibilidades de aplicación y probablemente menor incidencia de las medidas no farmacológicas, se volvió a apostar a la idea de que no teníamos mayores problemas y en consecuencia hubo nuevamente una baja percepción de riesgo y no se estableció la necesidad de mantener las medidas de prevención y protección individual, particularmente la vacunación, especialmente en la población con comorbilidades.
Sin lugar a dudas, la menor letalidad intrínseca de la nueva variante y la alta cobertura vacunal, evitaron una mortalidad mucho mayor a pesar del número elevadísimo de contagios a partir de una intensa y desenfrenada transmisión comunitaria de la infección que en algunos días de febrero superó los 10.000 casos positivos.
No es el objetivo de esta nota intentar hacer un análisis detenido de la evolución de la epidemia y de las respuestas dadas a nivel país a los desafíos planteados. Para ningún gobierno, para ninguna autoridad sanitaria fue o hubiera sido fácil, existió un fuerte condicionamiento en un contexto de pandemia, las variantes y las inequidades en el acceso a las vacunas.
Tenemos tiempo para hacerlo con todos los elementos y con una mayor distancia en lo político y aún en lo emocional que ayude a encontrar las mejores conclusiones. Sin reproches, sin pasar facturas, pero con una enorme vocación por buscar evidencias que nos permitan prevenir errores de los que podamos aprender en un futuro sanitario que, como ya dijimos, seguramente nos estará desafiando más temprano que tarde.
POSIBLES IMPACTOS Y RESPUESTAS PARA EL COVID-19 PERSISTENTE EN URUGUAY
Con cerca de 900.000 casos positivos acumulados de coronavirus y teniendo en cuenta los porcentajes estimados de cuantos de estos casos puede derivar en personas con COVID-19 persistente resulta imperioso entrar a analizar los impactos que puede tener tanto en la salud individual como en la salud colectiva y poblacional.
También resulta fundamental avanzar en identificar las necesidades en conocimiento, capacitación, recursos y evaluar los desafíos emergentes en relación a la capacidad de respuesta y la propia sostenibilidad del sistema nacional integrado de salud frente a esta nueva enfermedad.
Según la encuesta de la Oficina Nacional de Estadísticas del Servicio de Salud del Reino Unido, un 20% de las personas que padecieron COVID-19 tuvo síntomas con una duración superior a las cinco semanas, y un 10%, síntomas que duraron más de 12 semanas La prevalencia es, muy variable y discutida, debido a las diferencias en la metodología utilizada para estimarla y en las poblaciones analizadas, especialmente entre estudios que incluyen pacientes hospitalizados y ambulatorios.
Además, en muchos casos no se discrimina entre la verdadera persistencia de los síntomas y las secuelas de la enfermedad aguda grave. A los seis meses, los pacientes con COVID-19 relatan un promedio de 14 síntomas persistentes. Los síntomas más frecuentes son fatiga, disnea, alteración de la atención, de la concentración, de la memoria y del sueño, ansiedad y depresión. Existe aún mucha investigación pendiente para evaluar los impactos de una enfermedad que aparece después de la infección y que cursa con varios síntomas.
Las consecuencias a largo plazo de la enfermedad siguen sin estar bien definidas, pero todo parece indicar que podríamos estar entrando en la antesala de un serio problema de salud pública. Al menos eso es lo que señalan la mayoría de las publicaciones científicas de mayor reputación académica.
Existe mucha información disponible, pero las conclusiones a las que se ha arribado aún no están suficientemente consolidadas. La respuesta a la enfermedad aguda se ha llevado buena parte de los esfuerzos de investigación y el tiempo transcurrido todavía parece no ser suficiente para llegar a conclusiones definitivas en el contexto de muy variados antecedentes epidemiológicos, diferentes medidas implementas y diferentes resultados sanitarios entre muchos países con enormes cifras de incidencia de COVIS-19.
La persistencia de los síntomas, ocurre tanto en pacientes en los que hubo necesidad de hospitalización por un cuadro agudo grave de COVID-19, como en aquellos que han presentado una enfermedad leve, paucisintomáticos e incluso en asintomáticos. Teniendo en consideración su calidad de enfermedad multisistémica, se han descrito muchas manifestaciones extrapulmonares en múltiples sistemas como el hematológico, cardiovascular, renal, digestivo, neurológico, endocrinológico, oftalmológico y dermatológico. Las secuelas pueden generar un alto impacto en la calidad de vida, y en el entorno laboral y social.
En ese sentido ante el gran número de casos que se vienen registrando en Uruguay resulta imperioso tener presente un impacto sobre la salud individual de un número muy significativo de personas y por lo tanto prepararse para atender las consecuencias sobre el sistema de salud en su conjunto. Es muy importante tratar estos síntomas lo antes posible porque pueden constituir antecedentes para la COVID -19 persistente.
Algunas secuelas respiratorias derivan de la presencia de linfocitos T citotóxicos, que son activos y persistentes en el tiempo y también habría cierta evidencia de muerte celular a nivel pulmonar.
Los factores de riesgo de síndrome post-COVID-19 identificados incluyen la gravedad de la enfermedad (necesidad de ingreso hospitalario o en los CTI), la necesidad de soporte ventilatorio en la fase aguda, la edad (mayor de 50 años), el sexo (mujer) y comorbilidades (asma o enfermedad respiratoria previa, obesidad y aumento del índice de masa corporal). Diabetes, hipertensión, cáncer e inmunosupresión son factores de riesgo de gravedad y mortalidad en la fase aguda de la COVID-19; sin embargo, no existe evidencia de su asociación con el síndrome post-COVID-19. Los síntomas pueden ser persistentes o aparecer, tras un periodo asintomático, semanas o meses después de la infección inicial. El cuadro clínico es tan marcadamente heterogéneo y multisistémico como en la fase aguda, por lo que para su mejor abordaje se requiere un manejo interdisciplinario.
El hecho de que algunos pacientes con COVID-19 experimenten síntomas después de la recuperación de una infección aguda no es inusual. Otras infecciones, como las producidas por muchos virus se asocian a un mayor riesgo de padecer secuelas post infecciosas.
Los mecanismos fisiopatológicos que puede explicar y habilitar orientaciones terapéuticas aún no están totalmente aclarados. Un elemento clave podría ser la presencia de una cascada inflamatoria, generando fibrosis pulmonar y lesiones secundarias a nivel cardíaco y neurológico. En los casos graves, que requirieron largas internaciones en unidades de cuidados críticos se añade la inmovilidad prolongada y el cuadro de estrés postraumático.
Resulta necesario desarrollar planes de salud específicos, programas y unidades especializadas de seguimiento clínico, con un enfoque individualizado y de carácter multidisciplinar, para garantizar una adecuada atención a este colectivo poblacional que en Uruguay perfectamente podría estar entre las 40.000 y 100.000 personas.
Sin perder de vista que conseguir la atención de calidad que merecen estos pacientes puede resultar un complejo reto debido a la sobredemanda de nuestro sistema de salud en las circunstancias actuales, después de responder a las exigencias de la epidemia y los rezagos que ella ocasionó en la prevención y el tratamiento de las patologías más prevalentes, especialmente las enfermedades no transmisibles.
Asimismo, para mejorar la práctica clínica en este campo, resulta crucial fomentar las estrategias de investigación que permiten mejorar el conocimiento sobre los aspectos fisiopatológicos del síndrome y las alternativas terapéuticas disponibles para lograr una atención integral y de calidad a estos nuevos pacientes que nos ha dejado la pandemia y que no deberían quedar invisibilizados o postergados en el contexto de un saldo muy duro que está demasiado presente como para seguir ocupando la totalidad de la escena sanitaria.
En Uruguay tenemos muchas cosas para hacer en este plano y tanto las autoridades sanitarias como la Universidad de la Republica tienen el enorme desafío de empezar a construir los espacios de investigación y acción docente y asistencial que estén a la altura de las necesidades de personas que en los próximos meses o años estarán expuestos a padecer esta nueva enfermedad.
Cuanto antes nos preparemos y actuemos, mejores serán los resultados y el sistema de salud hará un uso eficiente y también ético de sus recursos, garantizando el cumplimento pleno de derechos exigibles. Un reto siempre enunciado, pero muchas veces difícilmente alcanzable.