Que las izquierdas alcanzaran el gobierno en muchos países de América Latina y lo mantuvieran durante más de una década a través de varias consultas electorales, es un hecho histórico sin precedentes en el continente. Casi sesenta millones de personas dejaron la pobreza y 28 millones la indigencia, medidas por ingresos. Todos los razonamientos que hagamos para entender los avances, los errores, las limitaciones de las políticas llevadas adelante, no deben perder de vista ese hecho trascendente en sociedades profundamente desiguales.
Olin Wright propone dos preguntas a toda propuesta de transformación de las instituciones existentes: a) ¿mejora la vida de las personas ahora? b) ¿nos mueve en dirección a una sociedad más justa y humana? No por evidentes pueden dejarse de lado estos parámetros para iniciar una reflexión crítica.
Las recientes derrotas de la izquierda en Brasil, Argentina y en las elecciones parlamentarias de Venezuela, hacen imprescindible un análisis crítico y autocrítico.
Las visiones lineales de la historia hace tiempo demostraron su escasa eficacia para analizar los hechos. Ni la idea del desarrollo incesante de las fuerzas productivas y su contradicción inevitable y superadora con las relaciones de producción como motor de la historia, ni las concepciones instrumentalistas del poder como un objeto a tomar, resolviendo “mágicamente” desde esa acción el conjunto de contradicciones y desafíos de la transformación social. Por el contrario un análisis de procesos complejos requiere ver los escenarios globales y nacionales, las transformaciones en las estructuras, tanto económicas como culturales y políticas y también las fuerzas en pugna, las prácticas sociales que son condicionadas por dichas estructuras pero a su vez pueden influir sobre ellas y transformarlas.
Para el análisis de los “progresismos” en América Latina resulta necesario incorporar tres tipos de protagonistas: los gobiernos, los partidos y las fuerzas sociales. ¿Se fortalecieron, se debilitaron, se dividieron, se unieron, ampliaron su base de apoyo, lograron objetivos específicos que se planteaban, generaron procesos nuevos de acumulación de fuerzas? Las visiones que reducen las respuestas de estas preguntas a sí o no, blanco o negro, amputan la riqueza de estos procesos y dificultan una autocrítica seria.
Un plano a considerar es el debate ideológico, la lucha por la hegemonía en materia cultural. Vivimos en sociedades conservadoras, donde los proyectos revolucionarios fueron derrotados muchas veces, con largas dictaduras que dejaron su huella y un neoliberalismo avasallante ideológicamente. El triunfo electoral de la izquierda coexistió con esa influencia cultural conservadora. Muchas veces, la subestimación de las batallas ideológicas en aras de un pragmatismo o una visión tecnocrática, termina reafirmando muchos valores del neoliberalismo y debilitando “el espíritu de los cambios”. La subjetividad no es un aspecto menor de los procesos sociales, ni una consecuencia más o menos directa de las mejoras en la condición socioeconómica.
Boaventura de Sousa Santos en el primer número de Dínamo lanzaba una afirmación fuerte “Es verdad que el progresismo fue hecho con las maneras antiguas de hacer política y por eso los resultados están ahí. Y facilitaron realmente la entrada de la derecha”.
Tal vez lo más interesante es desmenuzar cuales fueron las formas nuevas o antiguas de la política en estos procesos, qué tanto dejaron incólumnes las estructuras políticas tradicionales y cuánto lograron cambiarlas.
La democracia debe ser reinventada, dice Boaventura, con creatividad, desarrollando nuevas formas de hacer política donde las organizaciones sociales participen activamente en consultas e implementación de las políticas públicas. Esta democratización de la política debe alcanzar también a los partidos. “Es una manera totalmente distinta de hacer política y además la única que puede impedir que el dinero domine las decisiones político-partidarias y lograr que la corrupción deje de ser endémica”. De esta forma se abre una articulación posible entre democracia representativa y democracia participativa.
Otros pensadores importantes como Ernesto Laclau y Chantal Mouffe proponen la radicalización de la democracia como estrategia finalista retomando a Gramsci para replantear la lucha por la hegemonía, sin “leyes necesarias de la historia”, ni sujetos esenciales a priori. Este enfoque incluye las batallas tácticas y va más allá para “redefinir el proyecto socialista en términos de una radicalización de la democracia; es decir, como articulación de las luchas contra las diferentes formas de subordinación —de clase, de sexo, de raza, así como de aquellas otras a las que se oponen los movimientos ecológicos, antinucleares y antiinstitucionales”.
Un artículo interesante de Franciso Panizza señalaba hace ya unos años que la profundización de la democracia es uno de los nudos centrales de los procesos latinoamericanos bajo gobierno de las izquierdas. De su análisis de las lógicas democráticas de representación surge una clasificación en partidistas, societarias y personalistas. No son excluyentes dice Panizza y todas ellas aisladamente tienen peligros para la democracia. Sin duda la lógica partidista es dominante en la democracia liberal. Pero el monopolio partidista de la representación puede conducir a la colonización del Estado por los partidos bloqueando la integración de otros actores al sistema político, creando verdaderas partidocracias o tecnocracias distanciadas de la población. No olvidemos la influencia de las desigualdades estructurales en el ejercicio de los derechos políticos incluyendo los mecanismos no democráticos en la financiación de partidos y campañas electorales. Por otro, lado la lógica de representación societaria pone el énfasis en la sociedad civil como ámbito privilegiado de la democracia y la lógica de representación personalista se apoya en el liderazgo donde juegan componentes afectivos e identitarios. Panizza sitúa una gran tarea común a los gobiernos de izquierda latinoamericanos, la “democratización de la democracia” cuya implementación sea diferente en cada país.
Democratizar el Estado y la sociedad son cuestiones interdependientes.
Democratizar la política incluye ambas dimensiones, porque ella no puede reducirse al Estado, sino que también abarca una buena parte del accionar de las organizaciones sociales y a los partidos. Si los partidos son organizaciones sujetas al poder unipersonal u oligopólico de un puñado de dirigentes, si sus militantes, adherentes o votantes no tienen opciones para participar de sus discusiones y decisiones, si las distancias entre dirección y bases son muy grandes, si los colectivos no tienen formas de contralor ético y político sobre sus representantes, hay grandes posibilidades de que las estrategias que lleven adelante no contribuyan a la democratización profunda de la sociedad. Algo similar aunque con características propias puede suceder con los movimientos sociales. Las políticas públicas pueden ser mucho más que decisiones gubernamentales, sino construcciones compartidas por distintos actores.
Romper con el patriarcado, con el racismo, con la discriminación etaria y por orientaciones sexuales, con la estigmatización de los adictos, con la violencia cotidiana en el hogar, en el deporte, en la sociedad, construir una convivencia distinta, no son aspectos menores, secundarios frente a las cuestiones económicas. No son cuestiones privadas, separadas de la política y el Estado. Forman parte esencial de la agenda política a gestar, tanto en sus dimensiones tácticas, en las luchas actuales, como también en el horizonte de proyectos societarios distintos al capitalismo tardío que vivimos hoy.
Pensar la economía es otro capítulo de las reflexiones sobre democratización. Como decía hace poco Richard Wolff “los adultos pasan la vida en el trabajo y en el trabajo no hay democracia” reivindicando un modelo cooperativo y autogestionario.
Democratizar el Estado significa problematizar la distancia con la población, abrir nuevos y múltiples canales de participación, romper con el “autismo estatal” y con las lógicas clientelísticas de captura del Estado por los partidos. En este campo están las iniciativas para aumentar la transparencia, garantizar el acceso a la información, utilizar los medios electrónicos de acceso y participación, el Gobierno electrónico y más aún el Gobierno Abierto.
En Uruguay la participación de los usuarios de la salud tanto en la base como en la conducción del SNIS es una de las claves de la reforma sanitaria, con muchas más luces que sombras. En cambio la creación de Comisiones de Participación por centro educativo, un instrumento fermental para construir procesos pedagógicos más amplios, ha sido resistido desde los ámbitos gremiales y recibió escaso impulso desde las autoridades. Vale insistir que la participación social no puede reducirse a la elección de representantes. Un punto central es el desarrollo de prácticas colectivas, de procesos amplios donde la población participe como protagonista de las transformaciones.
Mucho antes de acceder al gobierno nacional la izquierda promovió estrategias de Descentralización Participativa, con base territorial. Existe una larga experiencia en este sentido y constituye un grave error desestimarla desde la política nacional en estas nuevas etapas. La descentralización participativa implica nuevas formas de distribución del poder y la construcción de nuevos poderes, la gestación y/o fortalecimiento de actores comunitarios, la consulta a la población y su involucramiento en las decisiones, la cogestión entre la comunidad y el Estado de emprendimientos y servicios. Acotarla a los temas locales es una forma de impedir su profundización. Por el contrario lo local, lo departamental y lo nacional deben articularse para responder a los problemas de la población en cada territorio y eso incluye las posibilidades de participación democratizadora. El Presupuesto Participativo, las Asambleas de Salud, las Redes de salud, de infancia, de adultos mayores, de medio ambiente, son ejemplos muy ricos sobre los cuales hay que reflexionar críticamente e innovar creativamente. Desarrollos teóricos como los de Planificación Participativa y Gestión Asociada constituyen aportes a integrar en estos debates.
La financiación de los partidos y las campañas electorales es uno de los nudos que pone en evidencia los mecanismos por los cuales el dinero, el poder económico, incide en la política. La corrupción se vuelve estructural en algunos contextos, afectando al conjunto del sistema político. Pero aún en los casos en que no alcanza esas dimensiones, el dinero es un gran factor de poder antidemocrático en la política. En Uruguay vemos las financiaciones anónimas que tuvo el Partido Colorado, las donaciones empresariales que predominaron en las finanzas del Partido Nacional pero que también llegaron al FA, las donaciones encubiertas por el cobro de tarifas diferenciadas por parte del oligopolio de la TV, la incapacidad de la Corte Electoral para realizar los controles mínimos sobre lo declarado por los partidos. Son aspectos que afectan la calidad de la democracia. Los principios de transparencia y rendición de cuentas han tenido muchas dificultades para implementarse efectivamente.
La reducción de la política a la gestión de gobierno es un grave problema para la izquierda. Las distancias y los sistemas de relaciones que el Estado genera en relación con la población encasillan la política adjudicando roles bien acotados: elegir los gobernantes cada 5 años. Durante el resto del tiempo los ciudadanos son espectadores conformes o críticos y las fuerzas sociales desarrollan sus reivindicaciones específicas.
La política como acción colectiva y de masas sobre problemas de la sociedad no puede perder relevancia por el hecho de que la izquierda llegue al gobierno. Por el contrario debería dar un salto en calidad. Ni encerrados entre las cuatro paredes de la institucionalidad, ni anémicos apéndices del gobierno, las organizaciones políticas pueden ser un centro de prácticas políticas hacia y con la población, con capacidad de iniciativa y movilización ciudadana, un dinamizador de ciudadanía activa y a la vez estructuras democráticas y participativas a su interna. Las fuerzas sociales son parte central de la lucha por una hegemonía antineoliberal, integrando demandas distintas en proyectos comunes, defendiendo sus intereses particulares pero desplegando también propuestas y acciones sobre los problemas generales.
Los gobiernos, los partidos y las fuerzas sociales pueden, desde sus roles, características y contradicciones, pero en alianzas, sumando fuerzas, promover formas de hacer política que salgan de los moldes tradicionales, que los superen o los complementen. Ese tipo de prácticas requiere cambios en las estructuras políticas del Estado y a la vez son condición para esas transformaciones.
*Publicado en DÍNAMO/La Diaria
http://ladiaria.com.uy/media/editions/20160613/la_diaria-20160613-dinamo_2.pdf
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