Viernes tres de abril del año dos mil veinte.
En el fondo de casa, sobre una pequeña mesa que se tambalea y a la luz de una tenue lamparilla, escribo a mano.
El cielo se anuncia diáfano. Apenas oigo algunos ruidos. Da la impresión de que pasaran camiones; a veces una frenada fuerte. Luego, algo similar al sonido de las olas. O nada. Silencio absoluto. En algún momento, insistente, una moto circula sin silenciador. A esta hora no despiertan a nadie. La ciudad duerme.
A veces mis ojos parecen los de una mosca. Agrandados, giran de un lado a otro. Comienza a aclarar. Aún no han apagado las luces que alumbran los balcones de los edificios construídos a pocos metros del arroyo Malvín. Son tan altos y están tan pegados que parece que viviéramos en Nueva York. Para tratar de no verlos, ni de día ni de noche, dejamos sin cortar las ramas de los tres gigantescos árboles que crecieron en la parte de atrás del terreno, a unos quince metros. Pero no hay caso, igual se ven.
El viento agita las hojas de unas alegrías. Quizás esconden un dolor que quisiera huir. Y las de una solitaria higuera. También las de las cañas del terreno de al lado. Algunas ya están rodeadas de flores violetas. Esas que crecen sin que nadie les preste atención. Se les llama “campanitas”. El gato que siempre anda por el techo de chapa me tiene miedo. Salió disparando apenas sintió mis pasos. Por lo menos a esta hora no bajará. Lo conozco muy bien. Es un gato raro. Cuando caga en la tierra no cubre la mierda, como lo hacen todos los de su especie. La deja al aire libre. La verdad, es muy extraño. ¿O estará aburrido?
El árbol de nísperos está empezando a dar flores. Si fuera de día, alguna abeja cualquiera andaría por allí revoloteando. Unos pajaritos cantan, haciéndoles compañía. El cielo se cubrió de nubes y empezó a garuar. Es muy agradable oir las gotas que caen, dulces. Pero empezó el frío. Es hora de entrar a la casa. Subo la escalera y, de paso, vacío la oxidada lata de atún que uso de cenicero. Antes de llegar a la puerta hay que pasar por un corredor que apretuja este viento otoñal. En verano, al atravesarlo, nos calcina.
Ya adentro, el horno entibió el ambiente y la cocina huele al pan casero que preparó el hombre de la casa. Se llama César, Cesare. Es italo-argentino, con motas uruguayas. De pura casualidad no es también belga: vivió varios años en Bruxelas. Al finalizar su trabajo culinario, se enchufa en el celular, sentado en el sillón de hamaca que era de mi madre. No me sorprende. Tiene una aplicación con la que se conecta con media humanidad, dice. Se siente frustrado. Nunca, hasta el día de hoy, me había dicho algo así. No se explicó, pero lo entiendo. Este año no va a poder viajar a Italia, donde vive su único hijo. Además, allá está por empezar el verano. No agrego más palabras por ahora. Sobran.
Me acerco a la puerta de la heladera de nuestra vivienda. Allí pegamos, hace una eternidad, un mapa mundial, es decir, un mapamundi. Pienso que hay que cambiarlo. El papel se está rompiendo. Además, no nos ha sido de gran utilidad. Está cubierto de fotos, postales, pegotines que empiezo a tratar de tirar a la basura. ¡Qué dilema! La postal con la típica cara de Carlos Gardel, con el gacho y su dulce sonrisa, no la puedo tirar. Justo cubre toda la China, la India, Rusia y sus alrededores. Está sostenida por un pegotín que, además, también tapa parte del Océano Pacífico.
Las fotos familiares, sobre una diminuta Europa, tampoco puedo tirarlas. ¡Me dolería el alma! Ahí está mi “petite” familia franco-uruguaya. No son muchas. ¡Todas tienen una historia!
Más abajo he acumulado varias propagandas de pizzerías, farmacias, cerrajerías y hasta una empresa de control de plagas domésticas. Despego sólo dos. Las demás, pienso que tal vez un día pueda necesitarlas. ¿Un día? ¿Qué día?
La incertidumbre da un salto hacia la muerte. ¿Qué muerte? La que hoy, justo hoy, sin urgencia alguna, me encantaría tirar a la basura.
Miro la hora. El reloj se paró. Pero, ¿a quien le importa el tiempo cuando no hay tiempo?
Preguntas vanas ante la única que hoy es valedera en el planeta tierra: ¿cómo se detiene a este monarca tan cruel y siniestro que nos amenaza?
Tengo miedo, mucho miedo de que a mí tampoco me importe, como no le importa a las hojas de las cañas ni a la áspera higuera.