Esta noche no se oye ruido alguno. Apenas unas voces lejanas, de hombres y mujeres. Unas más agudas, otras más graves. No son voces de fiesta sino de conversaciones, con palabras muy bien articuladas. Debe ser gente que sufre insomnio. A veces suena una corta carcajada.
Algunos vecinos me han dicho, hace unos días, que hay quienes se pelean desde diferentes pisos, gritando frases groseras: “¡Apagá la luz, M&$#!” o “¿No se dan cuenta que esa chiquilina llora a gritos? ¡Hagan que se calle”! Me cuesta creerlo pero ¿por qué mentirían? Pienso si no se estará juntando mucha rabia con la cuarentena. A mí ya me está ocurriendo mientras escribo: la tambaleante mesa, hoy me da rabia, por ejemplo. Por suerte, poner una planchita de hierro debajo de una de las patas me tranquilizó: quedó inmóvil.
La ventolera de ayer ensució las enormes piedras del piso con ramas y hojas secas. Me salta un gen de mujer dominada, paro de escribir, agarro la escoba y las barro. Moverse dicen que hace mucho bien. Hace añares que se dice eso, no sólo ahora. Se me va un poco el frío. De la parra cayeron unas cuantas uvas casi secas. Las junto y las tiro para el terreno de al lado. Total, ahí no vive nadie. Vaya Dios a saber si no tienen ese virus.
Una extraña y helada sensatez me activa una irrefrenable necesidad de entrar para casa otra vez. Sigo trabajando en la cocina.
Hoy el reloj funciona. Le pusimos pilas nuevas. Marca las tres y cuarenta y cinco minutos. Cinco minutos en punto de la madrugada. El segundero gira y gira, impertérrito.
El hombre de la casa duerme, a pesar de que el gotero con aceite de cannabis que atrae su sueño, se le perdió. Ya estaba casi vacío, me parece. Pero no le dije nada para no pelearnos. El italo-argentino es bravo en los enojos. O se hace la víctima, cosa que me sulfura.
Uno de estos días estuvimos acordándonos de cuando recién llegamos de Italia a vivir a Montevideo, a esta misma casa, hoy cuarentenada. Él se despertaba de mañana antes que yo. Un día, cuando me levanté, me di cuenta que estaba escuchando un programa en la radio que se llamaba “la hora bolchevique”. Yo no lo podía creer. Era como si estuviera hablando Stalin. Además, cuando empezó nuestro enamoramiento, me había dicho que se había ido de Buenos Aires por culpa de Isabel Perón y su amigo López Rega.
Pensé en qué asociación de ideas habría hecho entre esa realidad que le tocó vivir y aquél programa. Casi me muero de risa. Imaginé que recién estaba conociendo las radios uruguayas o, a lo mejor, la tal “hora bolchevique” sólo trasmitía de madrugada. Nunca lo supe. Por suerte después entró a otras emisoras, sobre todo musicales. Creo que lo ayudó a no extrañar tanto Italia, donde vivió casi treinta años, país al que este invierno parecería que no puede ir, que es su mayor deseo.
¿Qué vamos a hacer? No sabemos.
Los días de hoy parecen domingos, como soñaba Thiago de Melo. O primero de enero. Nada por aquí, nada por allá; nada por el más allá. ¿Estaremos volviendo a “aquellas pequeñas cosas, que nos dejó un tiempo de rosas”? ¿O a un tiempo que nos puede transformar en personas narcisistas y obsesivas? ¿O a una especie de medioevo con señores feudales que no se ven porque permanecen escondidos en sus castillos?
Este tipo de preguntas me hacía ayer, viernes de noche, cuando fuimos a la mutualista a retirar remedios. Por suerte estaba vacía. Propuse dar una vuelta, en el auto, por Dieciocho de julio. ¿Por qué no? Tiempo había. Él me dijo que a mí se me ocurre salir a pasear cuando no se puede. Pero no le disgustó. Creo que lo que pasa es que el corona virus a mí me despierta el espíritu de contradicción. En el centro no había un alma. Ni un boliche abierto. No lo dije, pero me vinieron unas ganas locas de tomar un café.
Hace años que no íbamos por ahí. Verlo así, fue impactante. César manejaba parloteando mientras yo miraba por la ventanilla. Los comercios sin marquesinas también cerrados, sin luces ni gentes por las veredas. La estatua de la Plaza Libertad parecía un árbol de Navidad, con muy prolijas guirnaldas de lucecitas de colores encendidas. Desde allí hasta la Plaza Independencia, el mismo tipo de luces. No sé si tantos adornos quedaron allí desde Carnaval o los pusieron en homenaje a la Semana Santa. Con pasmosa lentitud circulaban dos patrulleros a dos cuadras de distancia entre sí.
Volvimos por Dieciocho hasta Bulevar Artigas. Seguimos hasta la placita Varela y doblamos para llegar a Ada. Brasil, dirección Pocitos. Créase o no, por ahí nos perdimos. Mi compañero de amores y dolores, enlenteciendo la velocidad, me dijo: “Estamos en el Ombú”. Miré mejor y le dije, dubitativa: “Me parece que estamos en la rambla”. Estaba oscuro en los alrededores. Fue una confusión muy interesante. Porque “il Cesare” es de esos hombres que se ubica de una manera asombrosa, perfecta y pluscuamperfecta. En cambio, de mi parte más bien me pierdo con pasmosa frecuencia.
Me alegró darnos cuenta, de pronto, de que nos habíamos acercado a la rambla. A él circular por allí, le encanta. Aumenta la velocidad, atento, como si estuviera jugando una carrera de autos, aunque casi no había autos. Le acaricio la rodilla con cariño. Se detiene en la panadería del barrio: cerrada. Seguimos unas cuadras más hasta casa, sin ruido alguno.
Juro y perjuro, con palabras graves o agudas, que sobre este tema y sobre estos días, no voy a escribir ni una sola palabra más.